A la ciencia le debemos cambios dramáticos en nuestra complaciente autoimagen. La astronomía nos enseñó que la tierra no es el centro del universo, sino simplemente uno de mil millones de cuerpos celestes. De la biología aprendimos que Dios nos no creó especialmente sino que evolucionamos al mismo tiempo que otros 11 millones de especies. Ahora la arqueología derrumba otra creencia tabú: que la historia humana de los últimos millones de años ha sido una larga serie de progresos.
En particular, recientes descubrimientos sugieren que la adopción de la agricultura, supuestamente nuestro paso más decisivo hacia una vida mejor fue, en muchos sentidos, una catástrofe de la cual nunca nos hemos recuperado. Con la agricultura vinieron las graves desigualdades sociales y sexuales, la enfermedad y el despotismo, que maldicen nuestra existencia. En un primer momento, las evidencias contra esta interpretación revisionista les parecerán a los estadounidenses del siglo XX como irrefutables. Estamos en mejor situación, en casi todos los aspectos, que la gente de la Edad Media, que a su vez, estaban mejor que los hombres de las cavernas, y éstos estaban mejor que los monos.
Veamos nuestras ventajas. Gozamos de alimentos más abundantes y más variados, de mejores herramientas, de bienes materiales, algunos gozamos de las vidas más largas y saludables de la historia. La mayoría de nosotros estamos a salvo de las hambrunas y de los depredadores. Realizamos la mayor parte del trabajo con la energía del petróleo y de las máquinas, no con nuestro sudor. ¿Qué neoludita actual cambiaría su vida con la de un campesino medieval, con la de un hombre de las cavernas, o la de un mono?
Durante la mayor parte de nuestra historia nos hemos valido de la caza de animales y la recolección de plantas silvestres, una vida que los filósofos tradicionalmente consideran desagradable, embrutecedora y corta. Puesto que los alimentos no se producen y apenas se almacenan, no hay en esta forma de vida ningún descanso en la lucha diaria para encontrar alimentos silvestres y evitar morir de hambre. Salimos de esta miseria hace solo diez mil años, cuando en diversas partes del mundo la gente comenzó a domesticar las plantas y los animales. La revolución agrícola se extendió gradualmente hasta hoy en que casi es universal, y sobreviven pocas tribus cazadoras-recolectoras.
Desde la perspectiva desarrollista en la que me eduqué, la pregunta “¿por qué la práctica totalidad de los cazadores-recolectores adoptó la agricultura?” es una pregunta estúpida. Es evidente que la adoptaron porque es una manera más eficiente de conseguir más alimento con menos trabajo. Las cosechas de cultivos rinden muchas más toneladas por hectárea que la recolección de raíces y bayas. Sólo hay que imaginar una horda de cazadores primitivos, agotada por la búsqueda de frutos silvestres y la caza de animales salvajes, descubriendo de repente, por primera vez, un huerto lleno de frutales o un pastizal lleno de ovejas. ¿Cuántos milisegundos piensa usted que tardaría en apreciar las ventajas de la agricultura?
La ortodoxia desarrollista a veces va tan lejos como para asociar la agricultura con el notable florecimiento del arte que ha tenido lugar durante el último milenio. Dado que los cultivos pueden ser almacenados, y que lleva menos tiempo recoger alimentos de un jardín que encontrarlos en la naturaleza, la agricultura nos dio tiempo libre, cosa que los cazadores-recolectores nunca tuvieron. Por lo tanto,fue la agricultura la que nos ha permitido construir el Partenón y componer la Misa en Si Menor.
Aunque el punto de vista desarrollista sobre el asunto parece abrumador, sin embargo es difícil de probar. ¿Cómo demuestra usted que la vida de la gente de hace diez mil años mejoró cuando abandonó la caza y la recolección para cultivar? Hasta hace poco, los arqueólogos han tenido que recurrir a pruebas indirectas, cuyos resultados (sorprendentemente) no apoyaban el punto de vista desarrollista.
Dispersas a través del mundo, varias docenas de tribus de gente supuestamente primitiva, como las bosquimanos de Kalahari, continúan viviendo de esa manera. Resulta que esta gente tiene un montón de tiempo libre, duerme mucho, y trabaja menos duramente que sus vecinos que cultivan. Por ejemplo, el tiempo medio dedicado cada semana a obtener el alimento es solamente de 12 a 19 horas para un grupo de bosquimanos, 14 horas o menos para los nómadas Hadza de Tanzania. Un bosquimano, cuando fue preguntado por qué no habían emulado a las tribus vecinas adoptando la agricultura, contestó: “¿Por qué deberíamos hacerlo, cuando hay tantas nueces del mongongo en el mundo?”.
Mientras que los agricultores se concentran en cosechas altas en carbohidratos, como el arroz y las papas, la mezcla de plantas y animales silvestres en las dietas de los cazadores-recolectores que quedan proporcionan más proteínas y un mejor equilibrio de los demás nutrientes. En un estudio, el promedio de la ingesta diaria de comida de los bosquimanos (durante un mes en que el alimento era abundante) era 2.140 calorías y 93 gramos de proteína, considerablemente de mayor que la dieta diaria recomendada para la gente de su tamaño. Es casi inconcebible que los bosquimanos, que comen más o menos 75 plantas silvestres, pudiesen haber muerto de hambre como cientos de miles de agricultores irlandeses y sus familias, durante la hambruna de la patata en 1840.
Así pues, por lo menos la vida de los cazadores-recolectores actuales que han sobrevivido, no es tan mala y embrutecedora, a pesar de que los agricultores les han desplazado a los peores lugares. Pero las modernas sociedades de cazadores-recolectores, que se codean desde hace miles de años con las sociedades agrícolas, no nos dicen nada acerca de las condiciones antes de la revolución agrícola.
El punto de vista desarrollista está haciendo una suposición sobre la historia pasada: que la vida de la gente primitiva mejoró cuando cambiaron de la recolección a los cultivos agrícolas. Los arqueólogos pueden fechar el momento en que eso ocurrió distinguiendo en los restos de la basura prehistórica las plantas y animales salvajes de los domesticados. ¿Cómo se puede deducir la salud de los productores de la basura prehistórica y probar directamente de ese modo la hipótesis desarrollista? Esa pregunta ha podido ser respondida sólo recientemente, en parte con técnicas nuevas procedentes de la paleopatología: el estudio de muestras de la enfermedad en restos humanos primitivos. En algunas situaciones afortunadas, el paleontólogo tiene casi tanto material a estudiar como el patólogo de hoy.
Por ejemplo, los arqueólogos en los desiertos de Chile han encontrado momias bien conservadas, cuyas condiciones médicas en el momento de la muerte puede ser determinada por la autopsia. Y las heces de los indios muertos hace mucho tiempo, que vivieron en cuevas sin humedad en Nevada, siguen estando suficientemente bien preservadas como para ser examinadas en busca de anquilostomiasis y otras parasitosis.
Por lo general, los únicos restos humanos disponibles para su estudio son los esqueletos, pero éstos permiten un número sorprendentemente alto de deducciones. Para comenzar, un esqueleto revela el sexo de su dueño, el peso y su edad aproximada. En los pocos casos donde hay muchos esqueletos, uno puede construir las tablas de mortalidad como las que usan las compañías de seguros de vida para calcular la esperanza de vida y el riesgo de muerte en cualquier edad dada. Los paleopatólogos pueden también calcular tasas de crecimiento midiendo los huesos de la gente de diversas edades, examinar los dientes para determinar defectos del esmalte (indicativos de desnutrición en la niñez), y reconocer cicatrices dejadas en los huesos por la anemia, la tuberculosis, la lepra y otras enfermedades.
Este es un ejemplo sencillo de lo que han descubierto los paleopatólogos de los cambios en altura de los esqueletos a lo largo de la historia. Esqueletos de Grecia y Turquía muestran que la altura media de cazadores-recolectores hacia el final de las glaciaciones fueron unos generosos 175,25 cm para los hombres y 166 cm para las mujeres. Con la adopción de la agricultura, la altura se estancó, y para el 3000 adC había alcanzado un mínimo de sólo 160,5 cm para los hombres y 152,4 cm para las mujeres. En la época clásica la altura estaba subiendo muy lentamente otra vez, pero los griegos y los turcos modernos todavía no han recuperado la altura media de sus antepasados lejanos.
Otro ejemplo de investigación paleopatológica es el estudio de los esqueletos indios de los túmulos sepulcrales en los valles de del río Ohio en lllinois. En los montones de Dickson, situados cerca de la confluencia de los ríos de Illinois y el Spoon, los arqueólogos han exhumado unos 800 esqueletos que dibujan un panorama de los cambios en la salud que se produjeron cuando, alrededor de 1150 dC, adoptó el cultivo intensivo del maíz una cultura de cazadores-recolectores.
Los estudios de George Armelagos y sus colegas de entonces de la Universidad de Massachusetts muestran que estos primeros agricultores pagaron un precio por su reciente hallazgo alimenticio. En comparación con los grupos de cazadores que les precedieron, los agricultores presentaban un aumento de casi un 50% de defectos en el esmalte, indicativo de desnutrición, el cuádruple de anemia por deficiencia de hierro (demostrada por una enfermedad de los huesos llamada hiperostosis porótica), el triple de lesiones óseas, lo que indica, en general, enfermedades infecciosas, y un aumento en la morfología degenerativa de la columna vertebral, que refleja probablemente un excesivo trabajo físico duro.
Comparando con los cazadores-recolectores que los precedieron, los agricultores tenían menor esperanza de vida: La «esperanza de vida al nacer en la comunidad preagrícola era cerca de 26 años», dice Armelagos, «pero en la comunidad agrícola de 19 años. Por lo tanto los episodios de estrés nutricional y de enfermedades infecciosas afectaban seriamente su capacidad de supervivencia». La evidencia sugiere que los indios de los montes Dickson, como muchos otros pueblos primitivos, decidieron cultivar no por gusto sino por la necesidad de alimentar a su población constantemente creciente.
“No creo que la mayoría de los cazadores recolectores se pasaran a la agricultura, y cuando no les quedó más remedio, fue a costa de cambiar calidad por cantidad”, dice Marca Cohen de la Universidad del Estado de Nueva York en Plattsburgh, corredactora, con Armelagos, de uno de los libros fundamentales en su campo, “Paleopatología en los orígenes de la agricultura”. “Cuando inicié esta discusión hace diez años, la mayoría de la gente no estaba de acuerdo. Ahora se ha convertido en un respetable, aunque polémico argumento”.
Hay al menos tres tipos de razones que explican los desastrosos resultados de la agricultura para la salud. Primero, los cazadores-recolectores gozaron de una dieta variada, mientras que los primeros agricultores obtuvieron la mayoría de su alimento a partir de uno o unos pocos cultivos ricos en almidón. Ganaron calorías de mala calidad a costa de una nutrición pobre (apenas tres plantas altas en carbohidratos -trigo, arroz, y maíz- proporcionan actualmente el grueso de las calorías consumidas por la especie humana, pero cada una de ellas es deficiente en ciertas vitaminas o aminoácidos esenciales para la vida). En segundo lugar, debido a dependencia de un número limitado de cosechas, los granjeros corrieron el riesgo del hambre si una fallaba.
Por último, el mero hecho de que la agricultura permitiese a la gente agruparse en sociedades populosas, facilitaba la extensión de parásitos y de enfermedades infecciosas, muchos de los cuales eran luego transportadas por el comercio con otras sociedades de hacinamiento manteniendo contactos comerciales con otras sociedades, también populosas (algunos arqueólogos piensan que es el hacinamiento, en vez de la agricultura, el responsable de las enfermedades, pero se trata del problema de quien fue antes, el huevo o la gallina, porque el hacinamiento fomenta la agricultura, y viceversa). Las epidemias no pueden arraigar cuando las poblaciones se encuentran dispersas en pequeños grupos que constantemente están desplazando sus campamentos.
La tuberculosis y las enfermedades diarreicas tuvieron que esperar la aparición de la agricultura; el sarampión y la peste bubónica la aparición de las ciudades grandes.
Además de la malnutrición, el hambre y las enfermedades epidémicas, la agricultura ayudó a traer otra maldición a la humanidad: las profundas divisiones de clase. Los cazadores-recolectores tienen poco o ningún alimento almacenado, y tampoco fuentes concentradas de alimento, como una huerta o una manada de vacas: viven de las plantas salvajes y de los animales que obtienen cada día. Por lo tanto, no puede haber reyes, ni ninguna clase de parásitos sociales que engordan con el alimento robado a otros. Solamente con la agricultura puede vivir saludablemente una élite no productora, a costa de una población acosada por las enfermedades.
Los esqueletos de las tumbas griegas en Micenas 1500 adC sugieren que los reyes gozaban de una dieta mejor que sus súbditos, puesto que los esqueletos reales eran dos o tres pulgadas más altos y tenían los dientes mejor (en promedio les faltaba una, en vez de seis piezas). Entre las momias chilenas de hace mil años, la élite se distinguía no solamente por los ornamentos y las pinzas de oro del pelo, también por un índice cuatro veces menor en las lesiones óseas causadas por enfermedad. Similares contrastes en la nutrición y la salud persisten en la actualidad a escala mundial.
A los habitantes de los países ricos como EEUU les suena ridículo exaltar las virtudes de la caza y la recolección, pero los estadounidenses son una élite, dependiente del petróleo y minerales, que a menudo deben ser importados desde países con una salud y una alimentación más pobre. ¿Si se pudiese elegir entre ser campesino en Etiopía o un cazador-recolector bosquimano en el Kalahari, ¿cuál cree que sería la mejor opción?
La agricultura también pudo fomentar la desigualdad entre los sexos. Liberada de la necesidad de transportar a los bebés durante una existencia nómada, y bajo la presión de producir más manos para trabajar el campo, las mujeres campesinas tienden a tener embarazos más frecuentes que sus homólogas cazadoras-recolectoras, con los consiguientes problemas de salud. Entre las momias chilenas, por ejemplo, más mujeres que hombres tenían lesiones óseas provocadas por enfermedades infecciosas. A veces en las sociedades agrícolas se convirtió a las mujeres en bestias de la carga.
En las comunidades agrícolas de la actual Nueva Guinea, a menudo me asombro de ver a mujeres que se tambalean cargadas de verduras y leña mientras que los hombres caminan con las manos vacías. Una vez, durante un viaje de estudio sobre las aves, yo pagué a algunos aldeanos para llevar los suministros desde una pista de aterrizaje a mi campamento en la montaña. El objeto más pesado era una bolsa de 110 libras de arroz, que até a un poste y asigné a un equipo de cuatro hombres para que lo llevaran a hombros. Cuándo por fin alcancé a los aldeanos, los hombres llevaban las cargas ligeras, mientras una pequeña mujer, que pesaba menos que la bolsa de arroz, estaba doblada bajo ella, sosteniéndola a la espalda mediante una cuerda ?alrededor de sus sienes.
En cuanto a la afirmación de que la agricultura facilitó el florecimiento del arte al darnos más tiempo libre, los modernos cazadores-recolectores tienen por lo menos tanto tiempo libre como los agricultores. Poner el énfasis en el tiempo libre como factor crítico me parece un error. Los gorilas han tenido mucho tiempo libre para construir su propio Partenón, pero no les apeteció. Aunque los avances tecnológicos postagrícolas permitieron nuevas formas de arte y facilitaron su conservación, los cazadores-recolectores hace 15 mil años produjeron geniales pinturas y esculturas y los Inuit y los indios del Noroeste Pacífico todavía las producían en fechas tan recientes como el siglo pasado.
Así, con el advenimiento de la agricultura una élite llegó a estar mejor, pero para la mayoría de la gente fue peor. En vez de aceptar la hipótesis desarrollista de que elegimos la agricultura porque era lo mejor para nosotros, más bien deberíamos preguntarnos cómo fuimos atrapados por ella a pesar de sus inconvenientes. Una salida a la controversia puede ser: “Es cierto, la agricultura puede alimentar a muchas más personas que la caza, aunque con una peor calidad de vida” (la densidad de las poblaciones de cazadores-recolectores es rara vez mayor de una persona por cada diez millas cuadradas, mientras que los agricultores tiene densidades medias cien veces mayores).
En parte esto se debe a que un campo enteramente sembrado de cultivos comestibles permite alimentar muchas más bocas que un bosque con plantas comestibles dispersas. En parte es también porque los cazadores-recolectores nómadas tienen que tener los niños espaciados en intervalos de cuatro años mediante el infanticidio y otros medios, puesto que una madre debe llevar a su niño hasta que es bastante mayor para caminar con los adultos. Las mujeres agricultoras no tienen esa carga y pueden tener niños más a menudo, cada dos años.
Como las densidades de población de los cazadores-recolectores se incrementaron lentamente al final de la Edad de Hielo, las tribus tenían que elegir entre alimentar más bocas dando los primeros pasos hacia la agricultura, o bien, encontrar la forma de limitar el crecimiento. Algunas tribus eligieron la primera solución, incapaces de anticipar los males de la agricultura y seducidas por la abundancia transitoria que gozaron, hasta que el crecimiento de la población se incrementó con la producción creciente del alimento. Estas tribus desbordaron su territorio original y mataron o eliminaron a las tribus que eligieron seguir siendo cazadoras-recolectoras, porque cientos de agricultores subalimentados pueden dejar fuera de juego a un cazador sano.
No es que los cazadores-recolectores abandonaran su estilo de vida, sino que quienes no eran lo suficientemente sensatos para renunciar a él, fueron forzados a salir de todos los territorios excepto los que los agricultores no desearan.
En este punto es instructivo recordar la habitual crítica de que “la arqueología es algo superfluo porque se ocupa del pasado remoto y no ofrece lecciones para el presente”. Los arqueólogos que estudian el origen de la agricultura han reconstruido una etapa crucial en la que cometimos el peor error en la historia de la humanidad. Obligados a elegir entre la limitación de la población o tratar de aumentar la producción de alimentos, escogimos la última, y obtuvimos más hambre, la guerra y la tiranía.
Los cazadores-recolectores practicaron la forma de vida más duradera, acertada y larga de la historia humana. Por el contrario, todavía estamos luchando con el lío en el que la agricultura nos ha metido, y no sabemos si podremos solucionarlo.
Supongamos que un arqueólogo extraterrestre que nos ha visitado intenta explicar la historia humana a sus compañeros extraterrestres. Él puede que ilustre el resultado de su investigación mediante una analogía con las 24 horas de reloj de un día, en que una hora representa cien mil años de tiempo real. Si la historia de la especie humana comenzó en la medianoche, ahora casi estaríamos en el final de nuestro primer día. Hemos vivido como cazadores-recolectores casi la totalidad de ese día, desde la medianoche, pasando por la madrugada, el mediodía, y la puesta de sol. Finalmente, cuando faltan seis minutos para la media noche, adoptamos la agricultura. Cuando se acercan las 12 campanadas de la segunda media noche, ¿se extenderá gradualmente la difícil situación de los campesinos afectados por la hambruna hasta engullirnos a todos? ¿O de alguna manera lograremos esas seductoras ventajas que imaginamos detrás de la brillante fachada de la agricultura, y que hasta ahora se nos han escapado?
20100515
20100304
Entrevista a José Luis Sampedro
Comentarios sobre el sistema económico actual y la vida en general.
Programa "En días como hoy" de la Cadena Ser (marzo de 2010)
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