En la Antropología del liberalismo hay un concepto fundamental que se ha acabado convirtiendo en una especie de fetiche a la hora de hablar sobre economía y política: «HOMO ECONOMICUS». Mediante esa expresión se designa una abstracción conceptual o, mejor, un modelo y una previsión que hace la ciencia económica sobre el modelo de comportamiento humano perfectamente racional, que es definido por tres características básicas: el «homo economicus» se presenta como “maximizador” de sus opciones, racional en sus decisiones y egoísta en su comportamiento. La racionalidad de la teoría económica descansa sobre la existencia y las “virtudes” calculadoras de ese individuo, que actua en forma hiper-racional a la hora de escoger entre las diversas posibilidades.
El origen conceptual de este «homo economicus» puede situarse en el libro II de LA RIQUEZA DE LAS NACIONES de Adam Smith (1776). Les propongo leer primero un fragmento (es corto, ¡no se espanten!) para analizarlo a continuación. Dice así:
«En todos los países donde existe una seguridad aceptable, cada hombre con sentido común intentará invertir todo el capital de que pueda disponer con objeto de procurarse o un disfrute presente o un beneficio futuro. Si lo destina a obtener un disfrute presente, es un capital reservado para su consumo inmediato. Si lo destina a conseguir un beneficio futuro, obtendrá ese beneficio bien conservando ese capital o bien desprendiéndose de él; en un caso es un capital fijo y en el otro un capital circulante. Donde haya una seguridad razonable, un hombre que no invierta todo el capital que controla, sea suyo o tomado en préstamo de otras personas, en alguna de esas tres formas, deberá estar completamente loco».
La idea fundamental que rige el comportamiento del «homo economicus» es estrictamente esa: está “completamente loco” quien no maximiza sus preferencias (es decir, aumenta sus ganancias). Y esa maximización puede cuantificarse estrictamente en magnitudes económicas, sea por ahorro, por acumulación o por intercambio. La libertad, si se organiza de forma inteligente, conduce a maximizar la utilidad de los individuos concretos que son considerados a la vez como egoistas y como calculadores.
El «homo economicus» constituye un modelo teórico que pretende explicar cómo actuaría en condiciones ideales el sujeto “perfectamente racional”. Un individuo tal sería exclusivo, excluyente e insaciable o, si se prefiere, sería “maximizador” de sus preferencias: actuaría siempre de manera que consiguiera “más” por “menos”; el modelo da por supuesto que todo lo que hacen los hombres tiene sentido en y para el marcado. Es racional quien toma sus decisiones en términos de “coste de oportunidad”: cada opción (estar aquí en vez de ahí, trabajar en esto o en aquello) conlleva, a la vez e inseparablemente, alguna ganancia y alguna pérdida. Pues bien, será máximamente racional quien mejor sepa escoger en términos de oportunidad entre las diversas posibilidades reales que se le ofrecen. Casarse o no, estudiar o no (o hacerlo más o menos años), tener hijos o no (y, en su caso, cuántos), trabajar en una u otra cosa, etc., tiene unos costes de oportunidad que producirán más o menos bienestar.
En esquema, esa hipótesis surge de un razonamiento más o menos fundado en Hume, en Smith y en Bentham (aunque ninguno lo simplificó tanto como luego lo ha presentado un cierto neoliberalismo) que dice así:
1.- Todo hombre busca la felicidad
2.- La felicidad se logra a través de la posesión
3.- Para que sea posible la posesión de un bien se necesita la propiedad
4.- Sólo la propiedad efectiva de un bien permite su intercambio
5.- El intercambio lo garantiza el mercado
6.- El mercado está movido por dinero
7.- El dinero da la felicidad porque permite
la posesión.
Como se ve, el cogollo del problema se halla en el significado de la palabra “posesión”. Posesión es el remedio a la necesidad material y cuantificable que se concibe como una situación de falta. Resultaría así más feliz quien posee que quien no posee; y se entiende que esa posesión permite subvenir a las “necesidades” de los individuos.
Para comprender la significación del «homo economicus» conviene situarse en la mentalidad empirista del siglo 18. En una concepción del mundo propia de sociedades casi preindustriales, con fuertes déficits de alimentación, de salud y de cultura, podía resultar más o menos claro qué significaba “necesidad” y cúal era la manera de subvenir a ella. Se necesitaba comer, saber y curar; y la forma de hacerlo pasaba por lograr que la economía creciese. En tiempos de Adam Smith la acumulación de capital era todavía muy rudimentaria –mientras los bienes de la naturaleza parecían inagotables– y eso justificaba socialmente la ideología del crecimiento, sobre la que Marx ironizó que constituía «la Ley y los Profetas» del liberalismo; además la realidad del comportamiento del «economicus» era obvia: describía un sujeto fácil de encontrar en la tipología de los emprendedores.
Consumir, ahorrar o invertir eran las opciones racionales que según la economía clásica permiten satisfacer necesidades. Pero hoy por hoy podemos preguntarnos si esas tres opciones son necesariamente traducibles a bienes y servicios, o si nuestras necesidades pueden expresarse ya en otras formas. Tal vez hoy a un «economicus» postmoderno y postmaterialista le beneficia más utilizar que poseer. Cultivar relaciones sociales, dedicarse al ocio o colaborar gratuitamente en asociaciones cívicas no pueden identificarse sin más con ninguna de las tres opciones clásicas al alcance del «homo economicus», pero son también acciones que maximizan prefrencias.
Pierre Lévy en su libro WORLD PHILOSOPHIE (2000) llega a suponer que en una sociedad de la información el auténtico «economicus» será el «homo academicus» que pondrá su conocimento en el mercado y establecerá nuevos tipos de relación social basados en la “cooperación competitiva” de las ideas. La competición económica, que exige a la vez colaboración empresarial, se deslizaría así, sin romper con la lógica de la eficacia del mercado, hacia una competición en el conocimiento.
Después del capitalismo “macho” (de los altos hornos al coche) y del capitalismo “hembra” (de la linea blanca y el pequeño electrodoméstico hogareño) hoy vivimos en el capitalismo “narciso” (el del culto al cuerpo, la ideología de la salud, los productos desnatados y descremados). La pregunta es si la racionalidad de este capitalismo postindustrial se sigue planteando en términos de “economicus” cuantitativo, o si se exige al consumo un plus más o menos “estiloso” de calidad, de diseño y de ideas, por encima de la pura acumulación cuantitativa. Tal vez hoy, en sociedades postmaterialistas, lo que se acumula ya no es dinero, sino “sensaciones” o “estilo”. De hecho, incluso nuestro ideal de ciencia postmoderno, mucho más escéptico que el del viejo positivismo (“macho”), o que el falsacionismo (“hembra”), quiere tener presente las consecuencias sociológicas y ambientales de nuestras decisiones tecnológicas y no sólo imponerlas despóticamente
En tiempos de Adam Smith el ideal de ciencia era newtoniano: la ley de la gravitación universal aparecía como el modelo de ley física que garantiza el equilibrio. Eso se podía traducir también a términos empresariales: se daba por supuesta la existencia de un equilibrio ideal en la economía (el que establece el mercado) como lo hay en el universo. Smith, y su maestro Hume, eran buenos conocedores de la teoría de las necesidades de Epicuro y creían como el filósofo helenístico que la felicidad se halla en poseer “lo natural y necesario”, mientras que aspirar a lo no-natural y no-necesario es fuente de miseria humana y de embrutecimiento. Hoy, sin embargo, son “lo no-natural” y “lo no-necesario” el motor principal de los mercados en las economías desarrolladas (que hacen crecer la economía, además, a un coste brutal para el equilibrio mental y la felicidad no material de los individuos). De hecho, actualmente menos del 3% de los flujos dinerarios mundiales se dedican al pago de bienes y servicios y más del 95% del dinero que se mueve en el mundo es especulativo; por lo tanto no está nada clara la racionalidad de los movimientos de capitales desde el punto de vista de la economía productiva.
La maximización de las opciones típica del «homo economicus», llevada a su extremo, se vuelve además incompatible con otro elemento nuclear para la existencia del capitalismo: la confianza. Una broma muy típica entre profesores de economía dice que: «Ninguna “buena madre de familia” permitiría que su hija se casase con un “economicus”». La filósofa feminista Victoria Held se pregunta incluso: «¿Qué sucedería si sustituyéramos el paradigma del hombre económico por el de la relación entre madre e hijo?». Desde un punto de vista estrictamente liberal, la respuesta a esa pregunta retórica sería sencilla: “aumentaría el paternalismo, crecería el chantaje sentimental de los viejos sobre los jóvenes y disminuiría la innovación social”. Pero que la pregunta de Held sea demasiado ingénua para un liberal, no significa que deba pasarse por alto una intuición que merece análisis más detallado: con el modelo de “economicus” convertido en dogma para uso de escuelas de negocios, se hace muy difícil mantener los valores morales que supuestamente dan sentido al capitalismo.
Todo el capitalismo se fundamenta sobre la “fiducia” (de donde “finanza”) que etimológicamente hablando proviene de la “fide” [fe]. Pero si lo único importante es maximizar mis opciones, entonces podríamos preguntarnos si, contando con una adecuada ratio entre coste y beneficio, no resultaría provechoso engañar a la propia esposa, robar a los proveedores y clientes, o optar por la mentira en la oficina y por el fraude fiscal. Cuando el único criterio de valor es el aumento imparable de “profits”, entonces ¿la misma racionalidad de un sistema maximizador basado en el egoismo, no nos llevará necesariamente a preferir el engaño si es útil para mejorar la cuenta de resultados?
Por si fuera poco, la hipótesis según la cual el «homo economicus» expresa la racionalidad estructural del comportamiento humano no acaba tampoco de funcionar. Encontraríamos muy fácilmente elementos emocionales, subjetivos e ideológicos que se imponen sobre nuestras opciones económicas y que “al cálculo resisten”. Y, de hecho, el propio John Stuart Mill afirmó que confundir el dinero con la felicidad equivale a tomar la parte por el todo. En el cap. 4 de UTILITARISMO, Mill argumentó que:
«el dinero no se desea para conseguir un fin, sino como parte del fin. De ser un fin para la felicidad, se ha convertido en el principal ingrediente de alguna concepción individualista de la felicidad. Lo mismo puede decirse de la mayoría de los grandes objetivos de la vida humana –el poder, por ejemplo, o la fama–; sólo que cada uno de éstos lleva aneja cierta cantidad de placer inmediato, que al menos tiene la apariencia de serle naturalmente inherente; cosa que no puede decirse del dinero»
En otras palabras: para Mill el dinero constituye un ingrediente (una parte) de la felicidad, pero no consiste en el único contenido de la felicidad cuya intensidad y permanencia (criterios clásicos de valoración utilitarista) no es realista valorar sólo en términos dinerarios, sino que implica los elementos cualitativos que la naturaleza nos proporciona. En palabras de Mill: «La felicidad no es una idea abstracta, sino un todo concreto y éstas [dinero, poder, fama] son algunas de sus partes [pero] La vida sería poca cosa, estaría mal provista de fuentes de felicidad, si la naturaleza no nos proporcionara cosas que, siendo originariamente indiferentes, conducen o se asocian a la satisfacción de nuestros deseos primitivos, llegando a ser en sí mismas fuentes de placer más valiosas que los placeres primitivos (...) La virtud, según la concepción utilitaria es un bien de esta clase».
Suponer que un individuo es siempre maximizador de preferencias significa considerar que otras opciones virtuosas no económicas (por ejemplo, la pertenencia a una comunidad, la lealtad a unas ideas...) resultarían siempre rechazadas cuando se nos ofrezca alguna otra posibilidad más rentable. Pero, como sabemos, afortunadamente, por muchas experiencias cotidianas, ello no siempre es así: las alternativas comunitarias pueden ofrecer mayor “utilidad agregada” que el individualismo posesivo. La antropología pesimista del «economicus» no es científica porque no cumple con lo que debe ofrecer una ciencia: no es universal, no vale para todos los humanos, ni se deba suponer que están “completamente locos” quienes investigan otras opciones, aunque así lo sostenga el texto de Smith... Parece más sencillo proponer la hipótesis de que no todas nuestras preferencias son convertibles en moneda. O incluso, razonando más cínicamente, tal vez habría que suponer que el capitalismo “ya no necesita” que todo sea convertible en moneda. Aceptando que, efectivamente, vivimos en una sociedad de personas inteligentes que toman decisiones racionales, cabe preguntarse ¿por qué debería ser más racional un trabajo agotador encaminado a conseguir sólo “la última moda” que otro más descansado pero con menor remuneración crematística? ¿Es verdaderamente racional ser «homo economicus» para morir de estrés en el empeño?
La sociología nos ofrece dos criterios para evaluar la racionalidad de una decisión. La “racionalidad” puede ser definida en términos de consistencia o de maximización de las decisiones que toman los individuos. El criterio de consistencia supone que yo decido algo porque es coherente con otras decisiones anteriores que ya he tomado y con un conjunto de intereses, grupos y asociaciones, en los que me muevo; pero se trata de un criterio interno, de base psicológica y no contrastable empíricamente. Una decisión puede ser, a la vez, consistente y fracasada.
Por ello, cuando pretendo evaluar si alguien ha logrado éxito al ejecutar una decisión necesitaré disponer de algún criterio externo, objetivable: la maximización del provecho nos ofrece ese criterio intersubjetivamente válido. En tiempos de Adam Smith no existía todavía el concepto de economía hoy vigente (economics) que se basa en el cálculo de utilidad marginal. La disciplina se denominaba entonces “economía política” y Smith no era profesor de economía (por entonces no reconocida aún como disciplina académica) sino de ética. Eso ha sido recordado por A. Sen y sería interesante releer el cap. II del libro Iº de «La riqueza de las naciones» para no olvidar que, por ejemplo, Smith era partidario del “salario mínimo” (cuya sola mención enfurece hoy a los neoliberales) y se indignaba –al contrario de Marx, por cierto– con la explotación inhumana de los mercados asiáticos por el imperialismo británico.
La opción de Adam Smith por la maximización y por el crecimiento como criterio tenían una indudable base moral: se trataba de enaltecer el trabajo productivo, el ahorro y la inversión por encima del consumo (en eso se alejaba de Mandeville, por ejemplo). Distinguir entre “riqueza” (que a Smith no le interesaba excesivamente en sí misma, sino como instrumento para hacer cosas) y “crecimiento” (que para él constituía un elemento necesario para evitar la pobreza) era en lo básico una innovación conceptual útil para la economía pero desde su óptica resultaba inseparable de una opción moral, porque sin crecimiento económico no hay oportunidad para los pobres.
En la sociedad industrial el crecimiento económico, que es el objetivo que justifica la actuación del individuo maximizador y racional, constituía la única manera de evitar que los pobres fuesen cada vez más miserables y que los salarios disminuyesen en su poder de compra. “Crecer” es como la varita mágica de la economía; el crecimiento puede compararse a la acción de la fuente y de lluvia con respeto al rio: si la fuente se seca y no llueve (crecimiento) el rio (riqueza) simplemente se secará. Pero hoy no estamos en el siglo XVIII, tenemos Internet y robótica a precios ridículos: nos dirigimos a una sociedad de la información que aspira a ser “sociedad del conocimiento”. Así que la pregunta es obvia: ¿crecer o distribuir? El «homo economicus» del liberalismo se ha ido convirtiendo en un “idiota moral” y en un peligro para la economía real, e incluso para las reglas de imparcialidad que deben presidir la libre competencia en la teoría liberal.
En su única conferencia pronunciada en España, en 1930, Keynes afirmó que:
«Cuando la acumulación de riqueza ya no sea de gran importancia social, habrá grandes cambios en los preceptos morales. Podremos librarnos de muchos de los principios pseudomorales que han pesado durante doscientos años sobre nosotros, siguiendo los cuales hemos exaltado algunas de las cualidades humanas más despreciables, colocándolas en la posición de las más altas virtudes».
La pregunta es un momento tal no ha llegado ya en la hora de la sociedad postindustrial o de la sociedad de la información. Salvar el elemento ético del liberalismo (su valoración del esfuerzo personal, de la libre iniciativa, de la personalidad creadora) tal vez se ha hecho incompatible con una economía especulativa que, a base de buscar un crecimiento desaforado e inmoral, empieza a autodestruirse (y que ahora mismo ha empezando a financiar especulaciones improductivas devorando los fondos de pensiones, es decir, las reservas de futuro de sus propios partidarios). El futuro –sostenible y reformista– del capitalismo tal vez no dependa de la competencia sino de la cooperación competitiva y demanda una lectura cualitativa del concepto de “beneficio”, que incluya la responsabilidad social... (es decir, que sea capaz de recuperar la vieja idea “política” de la economía). Tal vez la hipótesis del “egoísta racional” permitía una evaluación clara de las decisiones racionales para sociedades de escasez. Pero suponiendo una concepción de racionalidad más amplia, el «homo economicus» debe ser evaluado como una hipotesis errónea: un ser unidimensional o, lo que es lo mismo, un “idiota moral” que nos conducirá directamente al “choque de civilizaciones”. Y suponiendo que no sea usted un fanático, un famélico o un farsante, no creo que le guste ver ese escenario de egoismo elemental autodestructivo.
http://www.alcoberro.info/V1/liberalisme5.htm (2007-12-15)